El pasado día 7 de agosto se publicó un interesante artículo en un medio de comunicación de ámbito nacional titulado “España es menos católica”. Basándose en los estudios del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS), en este texto se analizaba en particular la evolución de las creencias religiosas de los españoles en los últimos doce años, es decir, desde el 2000 hasta el 2011. Así, los católicos han bajado ni más ni menos que 11,4 puntos entre las dos fechas indicadas, mientras que los no creyentes han subido 7,9 puntos que sumados a los ateos, no cuantificados en este artículo, explicarían el descenso del número de católicos.
Sin embargo, la descatolización de España no sólo se refleja en estos datos, sino en otros aportados por el artículo. Así, del 71,7% de ciudadanos que se consideran católicos, sólo lo son “como Dios manda” un 15,7%, cifra que es la suma de los que van a misa varias veces a la semana o como mínimo casi todos los domingos. Ello pone de manifiesto que hay una creciente brecha entre las creencias y las prácticas religiosas, aunque a mi modo de ver la realidad es mucho más compleja, pues este dato podría revelar que las creencias religiosas de buena parte de los católicos son en gran medida superficiales e incluso residuales.
Desde otra perspectiva dicho 71,7% de católicos está representado sobre todo por los mayores de 65 años, de los cuales el 90,8% se confiesa creyente en esta religión, y va bajando progresivamente hasta la franja de los 18-24 años, de los cuales sólo el 56,8% dice que es católico. No obstante, habría que precisar que la franja menos católica de todas es la de los 25-34 años, cuyo porcentaje es del 54,2%. Desde una perspectiva histórica estos datos parecen lógicos, puesto que los más mayores son los que sufrieron un mayor adoctrinamiento por parte del nacional-catolicismo franquista, las generaciones siguientes fueron educadas en buena medida bajo el espíritu del Concilio Vaticano II y los más jóvenes han nacido después de la muerte de Franco.
Para no alargarnos más, habría que subrayar, asimismo, que hay una cierta correspondencia entre el nivel de estudios y la religiosidad, de forma que son más creyentes los que no tienen estudios que los que gozan de estudios superiores, como también la hay entre urbanización y religiosidad, pues en líneas generales los habitantes de las ciudades son menos creyentes que los de los pueblos.
De todas formas, habría que agregar que el proceso de secularización de la sociedad española no es nuevo, sino consustancial a las distintas oleadas modernizadoras que ha experimentado como poco a lo largo de los últimos cien años, que sólo se vieron interrumpidas por el golpe de Estado de 1936, la subsiguiente guerra civil y la autarquía de los años cuarenta y parte de los cincuenta con su ya citado correlato de nacional-catolicismo. La senda modernizadora y el cambio social subsiguiente prosiguieron desde los sesenta y llegan hasta nuestros días. Es más, si a lo largo de las próximas décadas la regresión del número de católicos siguiera la misma tendencia de los primeros años del siglo XXI, se podría colegir que hacia 2080 España dejaría de ser católica, cumpliéndose de esta manera la famosa sentencia azañista de principios de los años treinta de la centuria pasada.
Más allá de que se cumplan estos vaticinios o no que no lo van a hacer en su literalidad, pues la historia no es lineal, lo que sí que es cierto es que a día de hoy habría que exigir a las administraciones públicas que tuvieran en cuenta lo que dice la Constitución respecto a la libertad religiosa. En efecto, su artículo 16.3 reza que “Ninguna confesión tendrá carácter estatal” o, dicho a la inversa, que el Estado (incluyendo las CCAA y los ayuntamientos) no es confesional y, lo que es un tanto irónico visto desde el año 2011, que “Los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española…”. Dado que las creencias de ahora no son las mismas que las de 1978 y que los no creyentes y ateos son más que los católicos practicantes, es hora ya de que todas las administraciones gobiernen también para los no que creen en el “amigo invisible”, como diría el polifacético y procaz Bill Maher.
(Publicado en La Rioja el 17 de agosto de 2011, p. 18)
Sin embargo, la descatolización de España no sólo se refleja en estos datos, sino en otros aportados por el artículo. Así, del 71,7% de ciudadanos que se consideran católicos, sólo lo son “como Dios manda” un 15,7%, cifra que es la suma de los que van a misa varias veces a la semana o como mínimo casi todos los domingos. Ello pone de manifiesto que hay una creciente brecha entre las creencias y las prácticas religiosas, aunque a mi modo de ver la realidad es mucho más compleja, pues este dato podría revelar que las creencias religiosas de buena parte de los católicos son en gran medida superficiales e incluso residuales.
Desde otra perspectiva dicho 71,7% de católicos está representado sobre todo por los mayores de 65 años, de los cuales el 90,8% se confiesa creyente en esta religión, y va bajando progresivamente hasta la franja de los 18-24 años, de los cuales sólo el 56,8% dice que es católico. No obstante, habría que precisar que la franja menos católica de todas es la de los 25-34 años, cuyo porcentaje es del 54,2%. Desde una perspectiva histórica estos datos parecen lógicos, puesto que los más mayores son los que sufrieron un mayor adoctrinamiento por parte del nacional-catolicismo franquista, las generaciones siguientes fueron educadas en buena medida bajo el espíritu del Concilio Vaticano II y los más jóvenes han nacido después de la muerte de Franco.
Para no alargarnos más, habría que subrayar, asimismo, que hay una cierta correspondencia entre el nivel de estudios y la religiosidad, de forma que son más creyentes los que no tienen estudios que los que gozan de estudios superiores, como también la hay entre urbanización y religiosidad, pues en líneas generales los habitantes de las ciudades son menos creyentes que los de los pueblos.
De todas formas, habría que agregar que el proceso de secularización de la sociedad española no es nuevo, sino consustancial a las distintas oleadas modernizadoras que ha experimentado como poco a lo largo de los últimos cien años, que sólo se vieron interrumpidas por el golpe de Estado de 1936, la subsiguiente guerra civil y la autarquía de los años cuarenta y parte de los cincuenta con su ya citado correlato de nacional-catolicismo. La senda modernizadora y el cambio social subsiguiente prosiguieron desde los sesenta y llegan hasta nuestros días. Es más, si a lo largo de las próximas décadas la regresión del número de católicos siguiera la misma tendencia de los primeros años del siglo XXI, se podría colegir que hacia 2080 España dejaría de ser católica, cumpliéndose de esta manera la famosa sentencia azañista de principios de los años treinta de la centuria pasada.
Más allá de que se cumplan estos vaticinios o no que no lo van a hacer en su literalidad, pues la historia no es lineal, lo que sí que es cierto es que a día de hoy habría que exigir a las administraciones públicas que tuvieran en cuenta lo que dice la Constitución respecto a la libertad religiosa. En efecto, su artículo 16.3 reza que “Ninguna confesión tendrá carácter estatal” o, dicho a la inversa, que el Estado (incluyendo las CCAA y los ayuntamientos) no es confesional y, lo que es un tanto irónico visto desde el año 2011, que “Los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española…”. Dado que las creencias de ahora no son las mismas que las de 1978 y que los no creyentes y ateos son más que los católicos practicantes, es hora ya de que todas las administraciones gobiernen también para los no que creen en el “amigo invisible”, como diría el polifacético y procaz Bill Maher.
(Publicado en La Rioja el 17 de agosto de 2011, p. 18)